Wednesday, September 15, 2010

EL MINISTRO CAAMAÑO QUIERE CONVERTIR A LA JUSTICIA ESPAÑOLA EN UN APENDICE DEL GOBIERNO

El ministro de Justicia Francisco Caamaño, uno de los perros más fieles de José Luis Rodríguez Zapatero, acaba de anunciar que este mismo año presentará un primer borrador de nueva Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECrim), que trasladará la instrucción penal a las Fiscalías y modificará la actual regulación de la acusación popular.
De esta manera la incoación de las causas recaería sustancialmente en el ministerio público, que coordinaría la acción de las Fuerzas de Seguridad del Estado y dirigiría las investigaciones, limitándose los actuales jueces de Instrucción y Primera Instancia a dictar las medidas cautelares correspondientes en cada caso.
Este paquete de medidas seria del todo encomiable y positivo posible si lo único que se pretendiera fuera desatascar de trabajo a los juzgados de Instrucción, primera Instancia, de Familia, Violencia de Género y Mercantiles y acelerar la instrucción de las causas judiciales. De hecho, en Estados Unidos, la investigación criminal esta encomendada exclusivamente a los fiscales y a sus ayudantes, elegidos democráticamente por el pueblo, y el sistema funciona bastante mejor que en España.
Sin embargo nos tememos que, en este caso, lo que pretende el ministro Caamaño, masón de pro, no es que la Justicia española brille y resplandezca con luz propia sino todo lo contrario. El modelo que va a proponer mucho nos tememos no va a asemejarse al norteamericano sino más bien al francés donde el parquet ─ así se llama allí al conjunto del sistema judicial─ depende en última instancia del titular de la cartera de Justicia, el hombre sin duda más poderoso del país y que más resortes maneja después del primer ministro.
En el país vecino, de hecho, el titular de la cartera de Justicia puede remover a los jueces molestos e independientes, cambiarlos de destino y levantar o hundir su carrera. Pero, lo que es más grave, dentro de sus facultades está la de inspeccionar las salas de justicia, examinar los sumarios, trocearlos a conveniencia del poder político de turno y adjudicar aquellos asuntos más delicados a jueces de la cuerda del partido del Gobierno.
EN LUGAR DE POTENCIAR EL CONSEJO GENERAL DEL PODER JUDICIAL, EL GOBIERNO PRETENDE ATAR CORTOS A LOS JUECES AMPLIANDO LAS COMPETENCIAS DE LOS FISCALES QUE DEPENDEN DEL EJECUTIVO Y QUE SE RIGEN POR UN ESTATUTO QUE LES HACE MUY VULNERABLES
Este trabajo sucio de convertir a la Justicia en un mero apéndice de los políticos lo hace directamente el ministro un utiliza como «botones Sacarino» a los procuradores generales de las tres instancias judiciales (Tribunaux de grande instance, Cours d’appel y Cour de casatión) sin que nadie se lleve las manos a la cabeza, salvo un puñado de jueces independientes que se niegan a que su trabajo sea meditizado, a convertirse en poco más que en prostitutas bien pagadas del Gobierno de turno.
Por esta razón y no por otra, las decenas de sumarios incoados por corrupción contra Francois Mitterrand y otros mandatarios, que se incoaron en su mayor parte en Paris, acabaron archivándose en Burdeos o en la región del Garoña, por poner dos ejemplos. Y con los que se incoaron contra sus antecesores y sucesores en el poder, Valery Giscard D’Estaing y Jacques Chirac ha ocurrido exactamente lo mismo.
Todo ello lo tengo contado en mi libro El secuestro de la Justicia, donde medio centenar de jueces y magistrados galos se lamentan amargamente de la constante manipulación a que les somete el poder político. Y otros, como Thierry Jean-Pierre (vale la pena leeer su libro Bon apetit, menssieur! en el que cuenta por qué dejó la Justicia), relatan los miles de ataques a que sometido cuando investigó el affaire Urba, una de las tramas financieras del Partido Socialista Francés, que tuvo que abandonar por las presiones del ministro de Justicia, abandonando al mismo tiempo con asco la Justicia de su país.
Fuertemente influenciado por la poderosa masonería francesa (el Gran Oriente), que se jacta de controlar todos y cada uno de los órganos judiciales de aquel país, la reforma de Francisco Caamaño, no parece que vaya a discurrir por otros cauces. Con un ministerio público como el Español que se rige por los principios de unidad de actuación, dependencia jerárquica de sus superiores y defensa de la legalidad, pero donde prima por encima de todo es la dependencia jerárquica del Fiscal General del Estado, nombrado a ultima instancia por el Gobierno, una reforma de esa índole sólo conduce a politizar aún más la justicia, a ponerla al servicio del poder y a convertirla en la voz de su amo al estilo francés.
Es lo inevitable. Para que eso no ocurra había que modificar de arriba abajo el Estatuto Fiscal, dotar a sus miembros de plena autonomía en el ejercicio de sus funciones, garantizar por Ley la inamovilidad de sus cargos como ocurre con los jueces, incrementar las competencias de las Juntas de Fiscales, romper todas sus ataduras con el ministerio de Justicia y vincularlos orgánica y funcionalmente al Consejo General del Poder Judicial y, por último─ lo más importante─ modificar la Ley Orgánica del Poder Judicial para que el cargo del Fiscal General del Estado sea de elección directa por el pueblo con un mandato mínimo de seis años, para que no coincida con los periodos electorales.
Pero mucho me temo que ni PP ni PSOE son partidarios de dotar a las nación y a las instituciones españolas de una Justicia independiente para lo cual lo primero que habría que hacer es cerrar el ministerio de Justicia, sino todo lo contrario: unos y otros tratan de convertirla cada vez más en un apéndice del Gobierno de turno.
El intento de acabar con regular la acción popular ─asunto que aparece claramente relacionado con los sumarios que se siguen en el Tribunal Supremo a Baltasar Garzón que no podrían celebrarse sin la acción popular al haber retirado la fiscalía la acusación ─; la acción popular, repito, la única manera que tenían hasta ahora los ciudadanos de exigir la persecución de los delitos al margen de los intereses del ministerio Fiscal, del Gobierno y de los partidos políticos, cada vez más empeñados en asesinar a cuantas veces haga falta al barón de Montesquieu e imponer sus normas y criterios privativos y partidistas ─la ley de la selva─, es un asunto más grave. Por eso merece comentario aparte.

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