© José Díaz Herrera
El 2 de agosto de 2008, se produjo un hecho significativo en España que ha hecho correr ríos de tinta, no tanto por el hecho en si mismo sino por la intervención de un elemento ajeno a la cuestión, la del catedrático de ética Jesús Neira
Una pareja, Antonio Puertas y su novia Violeta Santander, él supuestamente bajo los efectos del alcohol y de las drogas, y ella sin alteraciones conocidas y diagnosticadas de la personalidad, forcejeaban y vocifera-ban en las cercanías del hotel Majadahonda, cerca del polígono de El Carralero.
En el ínterin, Neira intuyó que había una situación de maltrato del hombre hacia la mujer y, como un buen caballero, recriminó verbalmente al hombre quien, tras advertirle de que «no se metiera en sus asuntos», como el profesor insistiera, le arreó un sopapo que, por negligencias médi-cas posteriores, le tuvo al borde de la muerte.
Se que me voy a echar a todo el feminismo encima pero considero que la actuación del profesor Neira fue imprudente, innecesaria e ilegítima, aunque de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género pueda inferirse lo contrario.
Y lo digo por la experiencia que me da haber escrito un libro (El Varón Castrado) sobre el asunto y haber entrevistado a más de 3.000 víctimas. Nadie en el universo es capaz de definir que es la violencia psicológica ─e incluso la física, en asuntos menores como empujones, agarrones y cosas por el estilo─ y cuáles son sus límites reales. Tampoco los tribuna-les más especializados en la materia, como pudieran ser los norteameri-canos o canadienses, han sido capaces de establecer con precisión dónde empieza y dónde acaba la violencia psicológica y qué condiciones deben darse para que esta exista.
El asunto viene a cuento tras la aprobación por la Asamblea Nacional francesa de un nuevo delito de maltrato psicológico que, afortunadamente, condena hasta a tres años de cárcel a quien la ejerza, sean hombres y mujeres, independientemente del lugar donde éste se ejecute: ámbito familiar, lugar de trabajo, en una discoteca o una playa.
El 2 de agosto de 2008, se produjo un hecho significativo en España que ha hecho correr ríos de tinta, no tanto por el hecho en si mismo sino por la intervención de un elemento ajeno a la cuestión, la del catedrático de ética Jesús Neira
Una pareja, Antonio Puertas y su novia Violeta Santander, él supuestamente bajo los efectos del alcohol y de las drogas, y ella sin alteraciones conocidas y diagnosticadas de la personalidad, forcejeaban y vocifera-ban en las cercanías del hotel Majadahonda, cerca del polígono de El Carralero.
En el ínterin, Neira intuyó que había una situación de maltrato del hombre hacia la mujer y, como un buen caballero, recriminó verbalmente al hombre quien, tras advertirle de que «no se metiera en sus asuntos», como el profesor insistiera, le arreó un sopapo que, por negligencias médi-cas posteriores, le tuvo al borde de la muerte.
Se que me voy a echar a todo el feminismo encima pero considero que la actuación del profesor Neira fue imprudente, innecesaria e ilegítima, aunque de la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género pueda inferirse lo contrario.
Y lo digo por la experiencia que me da haber escrito un libro (El Varón Castrado) sobre el asunto y haber entrevistado a más de 3.000 víctimas. Nadie en el universo es capaz de definir que es la violencia psicológica ─e incluso la física, en asuntos menores como empujones, agarrones y cosas por el estilo─ y cuáles son sus límites reales. Tampoco los tribuna-les más especializados en la materia, como pudieran ser los norteameri-canos o canadienses, han sido capaces de establecer con precisión dónde empieza y dónde acaba la violencia psicológica y qué condiciones deben darse para que esta exista.
El asunto viene a cuento tras la aprobación por la Asamblea Nacional francesa de un nuevo delito de maltrato psicológico que, afortunadamente, condena hasta a tres años de cárcel a quien la ejerza, sean hombres y mujeres, independientemente del lugar donde éste se ejecute: ámbito familiar, lugar de trabajo, en una discoteca o una playa.
LA ASAMBLEA FRACESA LA DEFINE COMO ACTOS O MAQUINACIONES PARA DEGRADAR LA CALIDAD DE VIDA DE LA VICTIMA
«Hemos introducido una medida importante en este caso, que reconoce la violencia psicológica, porque violencia no son sólo los golpes sino también las palabras», ha defendido el ministro de asuntos familiares, Nadine Morano. Y con ella ha empezado la polémica. Aunque el proyecto de ley define la violencia psicológica como "actos reiterados que pueden estar constituidas por palabras o maquinaciones de otros, para degradar la calidad de vida de la víctima y causar un cambio en su estado mental o físico", quien es capaz de definir en el caso que se pruebe incluso una alteración de personalidad mental o física, en qué medida ha influido en este cambio los insultos y palabras soeces de las personas cercanas a ella, la predisposición genética de la víctima a ello, o la influencia de otros factores ambientales.
El proyecto de ley, por tanto, no ha hecho más que encender la mecha de la discordia y de la polémica entre miles de juristas, que no saben o se sienten incapaces de defender a partir de ahora a sus posibles clientes (el preámbulo de la Ley habla de 675.000 mujeres que han sufrido ataques violentos en los dos últimos años, sin diferenciar si fueron físicos o psi-cológicos) de una acusación que en gran parte se fundamenta en pruebas etéreas y muchas veces intangibles y que depende, muchas veces, de la percepción que tiene el denunciante de unos hechos más que de los pro-pios hechos en sí o de su intencionalidad punible.
Tal vez por eso, todos los tratadistas y juristas de prestigio internacional, desde la etapa del imperio romano hasta hoy (desde la etapa de Dioclesiano, Cicerón pasando por Justiniano hasta Adam Smith), han planteado siempre dejar la esfera de las relaciones privadas (las relaciones de pare-ja, la familia) fuera del derecho positivo y fomentar el papel de los me-diadores familiares en caso de conflicto.
Y cuando se producen disfunciones en el seno de la pareja, reducir el papel de la Justicia a una intervención mínima, de ahí que se haya fo-mentado siempre los convenios de separación de mutuo acuerdo, que los juzgados de Familia se limitan a ratificar siempre que el interés del me-nor quede garantizado.
La nueva ley francesa, al igual que la de Violencia de Género, está más bien hechas para el consumo interno de una clase social acomodada, farisaica, con un estilo de vida propio, donde desde un extemporáneo gol-pe de tos hasta comer pipas en la cama, siempre que lo haga el hombre, puede considerarse violencia psicológica.
El proyecto de ley, por tanto, no ha hecho más que encender la mecha de la discordia y de la polémica entre miles de juristas, que no saben o se sienten incapaces de defender a partir de ahora a sus posibles clientes (el preámbulo de la Ley habla de 675.000 mujeres que han sufrido ataques violentos en los dos últimos años, sin diferenciar si fueron físicos o psi-cológicos) de una acusación que en gran parte se fundamenta en pruebas etéreas y muchas veces intangibles y que depende, muchas veces, de la percepción que tiene el denunciante de unos hechos más que de los pro-pios hechos en sí o de su intencionalidad punible.
Tal vez por eso, todos los tratadistas y juristas de prestigio internacional, desde la etapa del imperio romano hasta hoy (desde la etapa de Dioclesiano, Cicerón pasando por Justiniano hasta Adam Smith), han planteado siempre dejar la esfera de las relaciones privadas (las relaciones de pare-ja, la familia) fuera del derecho positivo y fomentar el papel de los me-diadores familiares en caso de conflicto.
Y cuando se producen disfunciones en el seno de la pareja, reducir el papel de la Justicia a una intervención mínima, de ahí que se haya fo-mentado siempre los convenios de separación de mutuo acuerdo, que los juzgados de Familia se limitan a ratificar siempre que el interés del me-nor quede garantizado.
La nueva ley francesa, al igual que la de Violencia de Género, está más bien hechas para el consumo interno de una clase social acomodada, farisaica, con un estilo de vida propio, donde desde un extemporáneo gol-pe de tos hasta comer pipas en la cama, siempre que lo haga el hombre, puede considerarse violencia psicológica.
Por eso, cuando en estos ámbitos sociales y cultos, se produce un proce-so de separación o de divorcio y los arrumacos y carantoñas se sustitu-yen por ambas partes por los consiguientes gritos, insultos, imprecacio-nes, gestos de mal humor, e improperios varios habituales en estos trau-máticos procesos, la mujer en lugar de buscar el consejo de una buena amiga o de un mediador profesional corre inmediatamente a los juzga-dos de Violencia de Género a solicitar el amparo en una juez (habitual-mente son mujeres) para que meta al marido en la cárcel, ponga la so-ciedad conyugal a su nombre y dicte una orden de alejamiento en contra del varón, si se le ocurre protestar o incluso levantar la voz.
Sin embargo, esta sociedad hipócrita, autosatisfecha, cada vez más ca-rente de valores morales y éticos e incapaz de comprender y perdonar las faltas del otro, no se escandaliza ni se inmuta cuando observa a una pa-reja de gitanos (que los hay a miles) gritándose por la calle o maltratán-dose mutuamente. Todo el mundo sabe y da por hecho que las relaciones sociales en ese colectivo humano no se caracterizan por su elegancia ni por su delicadeza.
Nadie se rasga las vestiduras tampoco cuando son algunos miembros del colectivo rumano afincado en España, esos parientes ricos de los gitanos, los que se maldicen en público, se agreden mutuamente o incluso se propinan golpes, bastonazos o navajazos, hechos tipificados en el Código Penal como delitos de lesiones en el caso de que provoquen secuelas.
O cuando los imanes de todas las mezquitas (o de casi todas) ordenan a las mujeres musulmanas ir tres pasos detrás del marido, tenerle obediencia y respeto, o ir por la vida encarceladas bajo el burka. Feministas co-mo Bibiana Aido, han confesado sin pudor que eso le parece lo más na-tural del mundo y que está en contra de que los ayuntamientos, adelan-tándose al Congreso de los Diputados, lo prohíban.
Sin embargo, esta sociedad hipócrita, autosatisfecha, cada vez más ca-rente de valores morales y éticos e incapaz de comprender y perdonar las faltas del otro, no se escandaliza ni se inmuta cuando observa a una pa-reja de gitanos (que los hay a miles) gritándose por la calle o maltratán-dose mutuamente. Todo el mundo sabe y da por hecho que las relaciones sociales en ese colectivo humano no se caracterizan por su elegancia ni por su delicadeza.
Nadie se rasga las vestiduras tampoco cuando son algunos miembros del colectivo rumano afincado en España, esos parientes ricos de los gitanos, los que se maldicen en público, se agreden mutuamente o incluso se propinan golpes, bastonazos o navajazos, hechos tipificados en el Código Penal como delitos de lesiones en el caso de que provoquen secuelas.
O cuando los imanes de todas las mezquitas (o de casi todas) ordenan a las mujeres musulmanas ir tres pasos detrás del marido, tenerle obediencia y respeto, o ir por la vida encarceladas bajo el burka. Feministas co-mo Bibiana Aido, han confesado sin pudor que eso le parece lo más na-tural del mundo y que está en contra de que los ayuntamientos, adelan-tándose al Congreso de los Diputados, lo prohíban.
EL GOBIERNO FINANCIA A LAS MEZQUITAS DONDE SE PREDICAN LOS MALOS TRATOS A LAS MUJERES Y LUEGO ORDENA DETENER A SUS MARIDOS
No vamos a entrar, obviamente, en la ablación, esa brutal mutilación del clítoris, que, aunque es delito en el Código Penal, siguen practicándose dentro y fuera de España entre determinadas colectivos musulmanes, ni en las frecuentes palizas que reciben muchas de ellas por ir sin el marido al médico y desabrocharse los botones de la blusa para que le ausculten el pecho y le curen un mal catarro o un principio de tuberculosis que contrajeron en sus países de origen.
Tampoco vamos a hacer referencia a los malos tratos físicos que reciben muchas dominicanas, ecuatorianas, bolivianas e incluso colombianas, por pedirle fuego a un hombre en la calle para encender un cigarrillo, pongamos por caso; por contestar a un extraño que le pregunta el nom-bre de una calle o por mirar «con descaro» a cualquier transeúnte al que no ha visto ni verá jamás en su vida. En sus países de origen, esas actitu-des no se toleran, y los mismos hábitos y costumbres han sido traslada-dos a España con la emigración. Esa violencia machista contra la mujer, a nadie parece preocuparle porque sus responsables, para los viandantes y muchos sectores sociales, proceden de otra galaxia.
Todos ellos, salvo que haya moratones o señales de golpes, al igual que los homosexuales y las lesbianas, han sido excluidos de la Ley de Vio-lencia de Género porque «es lo normal» en sus lugares de procedencia y, según los sociólogos, se necesitan varias generaciones para que una co-munidad pueda cambiar sus hábitos y sus comportamientos.
La violencia psicológica, por tanto, está bastante más extendida de lo que parece, es difícil de medir, de cuantificar. Depende, en gran parte, de la extracción social y cultural de quien la practica, de su círculo de amis-tades, su educación y grado de cultura, y el ámbito donde se produce: ciudad, campo, montaña, del tipo de sociedad (abierta, cerrada, pluricul-tural, endogámica), del grado de posesión, de la pasión de cada momen-to, de los celos, el apetito sexual y el grado de afinidad o dependencia dentro de la pareja
Porque en la violencia sicológica, esa «violencia invisible», que en caso de producirse sólo deja huellas en el alma, tal vez en el espíritu y en el comportamiento, intervienen también componentes de raza, profesión, religión, ideología, ambientales, humor, drogas, alcohol, tabaco, frustra-ciones, odios, realización profesional, social y cultural, origen y clase social. Aunque las clasificaciones varían según los tratadistas, puede asegurarse que el temperamento (sanguíneo, melancólico, coléricos y apáticos, según Galeno), el carácter (nervioso, sentimental, colérico), los desordenes de la personalidad no clínicos (egocéntricos, narcisistas, excéntricos, erráticos, antisociales, histriónicos, huraños, tímidos), las condiciones físicas (obesidad, estatura, alopecia, peso, sudoración), las condiciones psicosomáticas por estrés, esfuerzo mental, hacinamiento y otros (ansiedad, cefaleas, hipotiroidismo, depresiones, dismenorreas, desórdenes menstruales), los problemas psiquiátricos de todo tipo, defi-ciencias de oligoelementos (yodo, potasio, calcio, selenio, vitaminas), los hormonales (estrógenos, andrógenos, gestágenos, endorfinas), y otros centenares de condicionantes que hacen casi imposible definir donde empieza y donde acaba le maltrato psicológico, su clasificación y, por último, determinar con exactitud donde empieza y dónde acaba la res-ponsabilidad penal última del sujeto que lo perpetra.
Si es cierto que el ser humano ha sido incapaz de explorar y utilizar menos del cinco por ciento del cerebro humano y la Ciencia desconoce muchas de sus reacciones, tratar de tipificar en el Código Penal las complejas y cambiantes relaciones entre personas del mismo o de diferente sexo, en los dolorosos procesos de ruptura de la pareja, es siempre un reto difícil a menos que haya existido la violencia física.
Resulta más complejo todavía cuando las leyes están hechas por grupos políticos, como el PSOE, carentes de valores éticos y morales y de referencias históricas culturales reconocibles tras la desaparición del comunismo: un colectivo como éste que penaliza que un padre pueda ejercer su autoridad y reprehender dentro de los límites razonables a un hijo, que condena la pena de muerte y ha convertido en un derecho inalienable de la mujer el aborto libre, la más abominable de las formas de «infanticidio», no parece andar muy en sus cabales y sus normas no parecen estar inspiradas al menos en el Derecho natural, es decir, en la evolución natural de las cosas.
Por eso, tengo claro que la bronca que sostenían en Majadahonda Antonio Puerta y Violeta Santander, por esas degradaciones del ser humano a consecuencia de las drogas constituía un tipo de violencia que lamentablemente la pareja consideraba tolerable y hasta normal en sus comple-jas relaciones humanas.
Emplear la vara uniformadora de la Ley, la balanza de la Justicia, los convencionalismos sociales y políticamente correctos del Parlamento y los partidos para medirlas, es siempre un proceso arriesgado y complejo. Por eso hay que creer a Violeta Santander cuando afirma y ratifica desde los primeros momentos que «Antonio es una bellísima persona» y al tener en aquellos momentos alterada su personalidad por el alcohol y la cocaína, su compañero sentimental no era dueño de sus actos.
El verdaderamente violento, como lo ha demostrado al pedir al ministerio del Interior una pistola para defenderse, podría ser en último término el propio Jesús Neira. Salvo en el caso de una agresión física flagrante, evitable y clara de uno de los miembros de la pareja contra el otro no es-taba legitimado a intervenir. Ante la menor duda o sospecha, la una re-acción admisible, hubiera sido llamar a la Policía o a la Guardia Civil.
Por eso, no me extraña que el parquet francés esté en estos días alterado ante la imposibilidad de perseguir un delito que, en la mayoría de los ca-sos, es tan imperceptible que no puede ser enjuiciado con la ponderación y la equidad que exigen los tribunales de justicia. © José Díaz Herrera
Tampoco vamos a hacer referencia a los malos tratos físicos que reciben muchas dominicanas, ecuatorianas, bolivianas e incluso colombianas, por pedirle fuego a un hombre en la calle para encender un cigarrillo, pongamos por caso; por contestar a un extraño que le pregunta el nom-bre de una calle o por mirar «con descaro» a cualquier transeúnte al que no ha visto ni verá jamás en su vida. En sus países de origen, esas actitu-des no se toleran, y los mismos hábitos y costumbres han sido traslada-dos a España con la emigración. Esa violencia machista contra la mujer, a nadie parece preocuparle porque sus responsables, para los viandantes y muchos sectores sociales, proceden de otra galaxia.
Todos ellos, salvo que haya moratones o señales de golpes, al igual que los homosexuales y las lesbianas, han sido excluidos de la Ley de Vio-lencia de Género porque «es lo normal» en sus lugares de procedencia y, según los sociólogos, se necesitan varias generaciones para que una co-munidad pueda cambiar sus hábitos y sus comportamientos.
La violencia psicológica, por tanto, está bastante más extendida de lo que parece, es difícil de medir, de cuantificar. Depende, en gran parte, de la extracción social y cultural de quien la practica, de su círculo de amis-tades, su educación y grado de cultura, y el ámbito donde se produce: ciudad, campo, montaña, del tipo de sociedad (abierta, cerrada, pluricul-tural, endogámica), del grado de posesión, de la pasión de cada momen-to, de los celos, el apetito sexual y el grado de afinidad o dependencia dentro de la pareja
Porque en la violencia sicológica, esa «violencia invisible», que en caso de producirse sólo deja huellas en el alma, tal vez en el espíritu y en el comportamiento, intervienen también componentes de raza, profesión, religión, ideología, ambientales, humor, drogas, alcohol, tabaco, frustra-ciones, odios, realización profesional, social y cultural, origen y clase social. Aunque las clasificaciones varían según los tratadistas, puede asegurarse que el temperamento (sanguíneo, melancólico, coléricos y apáticos, según Galeno), el carácter (nervioso, sentimental, colérico), los desordenes de la personalidad no clínicos (egocéntricos, narcisistas, excéntricos, erráticos, antisociales, histriónicos, huraños, tímidos), las condiciones físicas (obesidad, estatura, alopecia, peso, sudoración), las condiciones psicosomáticas por estrés, esfuerzo mental, hacinamiento y otros (ansiedad, cefaleas, hipotiroidismo, depresiones, dismenorreas, desórdenes menstruales), los problemas psiquiátricos de todo tipo, defi-ciencias de oligoelementos (yodo, potasio, calcio, selenio, vitaminas), los hormonales (estrógenos, andrógenos, gestágenos, endorfinas), y otros centenares de condicionantes que hacen casi imposible definir donde empieza y donde acaba le maltrato psicológico, su clasificación y, por último, determinar con exactitud donde empieza y dónde acaba la res-ponsabilidad penal última del sujeto que lo perpetra.
Si es cierto que el ser humano ha sido incapaz de explorar y utilizar menos del cinco por ciento del cerebro humano y la Ciencia desconoce muchas de sus reacciones, tratar de tipificar en el Código Penal las complejas y cambiantes relaciones entre personas del mismo o de diferente sexo, en los dolorosos procesos de ruptura de la pareja, es siempre un reto difícil a menos que haya existido la violencia física.
ZAPATERO HA LEGALIZADO EL INFANTICIDIO (ABORTO) Y SOLO SABE PROMOVER LEYES CONTRA LOS HOMBRES PARA GANARSE EL VOTO DE LOS ZEROLOS Y FEMINAZIS
Resulta más complejo todavía cuando las leyes están hechas por grupos políticos, como el PSOE, carentes de valores éticos y morales y de referencias históricas culturales reconocibles tras la desaparición del comunismo: un colectivo como éste que penaliza que un padre pueda ejercer su autoridad y reprehender dentro de los límites razonables a un hijo, que condena la pena de muerte y ha convertido en un derecho inalienable de la mujer el aborto libre, la más abominable de las formas de «infanticidio», no parece andar muy en sus cabales y sus normas no parecen estar inspiradas al menos en el Derecho natural, es decir, en la evolución natural de las cosas.
Por eso, tengo claro que la bronca que sostenían en Majadahonda Antonio Puerta y Violeta Santander, por esas degradaciones del ser humano a consecuencia de las drogas constituía un tipo de violencia que lamentablemente la pareja consideraba tolerable y hasta normal en sus comple-jas relaciones humanas.
Emplear la vara uniformadora de la Ley, la balanza de la Justicia, los convencionalismos sociales y políticamente correctos del Parlamento y los partidos para medirlas, es siempre un proceso arriesgado y complejo. Por eso hay que creer a Violeta Santander cuando afirma y ratifica desde los primeros momentos que «Antonio es una bellísima persona» y al tener en aquellos momentos alterada su personalidad por el alcohol y la cocaína, su compañero sentimental no era dueño de sus actos.
El verdaderamente violento, como lo ha demostrado al pedir al ministerio del Interior una pistola para defenderse, podría ser en último término el propio Jesús Neira. Salvo en el caso de una agresión física flagrante, evitable y clara de uno de los miembros de la pareja contra el otro no es-taba legitimado a intervenir. Ante la menor duda o sospecha, la una re-acción admisible, hubiera sido llamar a la Policía o a la Guardia Civil.
Por eso, no me extraña que el parquet francés esté en estos días alterado ante la imposibilidad de perseguir un delito que, en la mayoría de los ca-sos, es tan imperceptible que no puede ser enjuiciado con la ponderación y la equidad que exigen los tribunales de justicia. © José Díaz Herrera
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