Como diría el diputado Federico Trillo Figueroa, en los países civilizados, donde los conflictos entre partes se rigen por las normas del Derecho, la vista oral es el acto supremo, único y hasta majestuoso en el que se imparte la Justicia.
Por eso el plenario se reviste de toda la solemnidad posible y jueces, magistrados, ministerio público, acusación particular si la hubiere y letrados de la acusación y de la defensa ocupan un lugar privilegiado, en una especie de estado, que les aleja y les coloca por encima de los simples mortales.
Los debates están dirigidos al esclarecimiento de la verdad, y se rigen por los principios de publicidad, contradicción e igualdad de armas, bajo pena de nulidad y las declaraciones y las piezas de convicción que se colocan en la sala sólo tienen valor indiciario, nunca probatorio.
A efectos de elaborar la sentencia sólo es válido, por tanto, los hechos que hayan quedado demostrados en la sala, sirviendo de muy poco las declaraciones y testimonios efectuados ante la Guardia Civil o policía Nacional, que tiene el efecto de meras denuncias y que pueden ser cambiadas o alteradas en el plenario, ya que una cosa es lo que se dice en caliente, con los nervios a flor de piel, en el momento de acudir a la policía y otra cuando los ánimos se han serenado, se ha podido reflexionar, y se sitúan los hechos en su contexto.
Este exordio viene a cuento de la propuesta del PP en la subcomisión de Violencia de Género en el sentido de modificar la Ley de Enjuiciamiento Criminal a los efectos de que la primera declaración de una víctima ante el Juzgado de Violencia de Género tenga el valor de prueba irrefutable, de modo que aunque se niegue a declarar en contra de su marido o ex marido en el juicio, el testimonio sea suficiente para condenarle.
De esta manera, las feminoides del partido de la calle Génova, pretenden poner fin a una practica común que ocurre en los tribunales penales de toda España: gran parte de las sentencias condenatorias procedentes de los tribunales excepcionales y arbitrarios de Violencia, auténticas máquinas de triturar hombres, acaban en absoluciones al ser revisadas al negarse la mujer a declarar en contra de su pareja con tal de salvar su matrimonio de la Ley de Violencia de Género.
Para ello pretenden que el Gobierno proponga al Congreso la reforma del artículo 777.2 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal que permite, la practica de una prueba (declaración ante el juez) cuando «fuere de temer razonablemente que esta no se pudiera practicar en el juicio oral o pudiere motivar su suspensión de éste».
Este artículo figura en la LEC, por lo que a mi me consta, para ser usado con carácter excepcional. Por ejemplo, en el caso de que el ofendido en una causa penal residiere en otro país o padeciere cáncer terminal y no fuera posible que sobreviviera para asistir a la vista oral. Con el sano propósito de que el crimen no quede impune la Ley permite la celebración de una vistilla, a la que son convocadas el Fiscal y los abogados de las partes, donde se procede a tomar declaración al denunciante, que se guarda en soporte de video y se emplea a posteriori en el plenario como prueba de convicción realizada con todas las garantías.
Tratar de extrapolar este artículo y utilizarlo, como pretende el PP, para que las más de 200.000 mujeres que denuncian anualmente malos tratos no puedan cambiar su testimonio o negarse a declarar es utilizar procedimientos excepcionales para asuntos de naturaleza ordinaria, va en contra del principio de economía procesal, e intenta imponer por medio de una argucia procesal a los tribunales de Violencia de Género como única instancia judicial, inapelable e irrecurrible.
Porque, tal y como se plantea el asunto, presupone, un intento claro y evidente, de sustraer a los tribunales superiores su función jurisdiccional, y sustituirla por pruebas preconstituidas ─y que incluso pudieran ser amañadas─, con lo que a los jueces y magistrados de los tribunales penales y a las Audiencias Provinciales se le hurta la posibilidad de formarse su propio criterio sólo con lo visto y oído en la sala.
Presupone, además, considerar a la mujer presuntamente maltratada como una menor de edad, como una especie de retrasada mental, dúctil y maleable, sin criterio propio, capaz de declarar ante los tribunales según su conveniencia e intereses. Y, en contra de la doctrina del Supremo y el Constitucional, trata de dar más valor probatorio a una declaración producida en caliente, bajo un estado de excitación y nerviosismo, por una mujer ofuscada por una pelea reciente con su marido, que a la reflexión serena, pausada y objetiva que nuestros tribunales de Justicia precisan para poder dictar sentencia clara y motivada.
INTENTAN DE ESTA MANERA PALIAR EL ROTUNDO FRACASO QUE HA SUPUESTO LA LEY DE VIOLENCIA DE GENERO, QUE HA PERMITIDO DETENER A UN MILLON DE HOMBRES EN CINCO AÑOS SIN QUE SE REDUZCAN LAS MUERTES DE MUJERES
Intentar, además, que el 777.2 de la LEC, se estandarice en los juicios de Violencia de Género y no al resto de los procedimientos penales constituye por otra parte un agravio comparativo para otros querellantes con iguales derechos, una violación del principio de igualdad ante la Ley, de la tutela judicial efectiva y del derecho a un juicio justo ante un tribunal que reúna todas las garantías exigibles en Derecho.
Por tanto, la petición del PP de endurecer las leyes penales, como si en España las mujeres estuvieran en estado de sitio, es la constatación clara de que la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género ─ pese a constituir la norma más dura, discriminatoria e injusta de todo el ordenamiento jurídico español de todos los tiempos─ es inútil y no acaba con las muertes de las mujeres a manos de sus maridos o compañeros sentimentales (ni viceversa).
Entre otras cosas, porque una Ley que atenta de plano contra el derecho natural de todo ser humano a vivir en pareja, a buscar la mayor felicidad posible y permite al Estado y a los tribunales de Justicia, que deberían ser la última garantía del estado de Derecho, inmiscuirse al menor percance en el sagrado ámbito del hogar y condenar sin pruebas suficientes a una de las partes, haya estado o no en falta, es la mayor aberración jurídica que pudiera ocurrírsele al ser humano.
La implantación de esta Ley, que ni a Benito Mussolini ni a Francisco Franco ni a Adolfo Hitler se le hubiera ocurrido, trajo consigo la creación de los Juzgados de Violencia de Género, que se parecen tanto a la Justicia como la música militar a la música. Constituidos por órganos unipersonales, regentados en su mayoría por feministas recalcitrantes, implantaron el sistema de «juicios rápidos» como panacea universal para acabar con la violencia en el seno de la familia.
Tras una llamada telefónica de una mujer que decía sentirse maltratada por su marido, apenas unos minutos después éste era detenido, conducido a los calabozos de cualquier inmunda comisaría, y sin más pruebas que las declaraciones de las partes, el certificado de antecedentes del hombre del Registro de Violencia de Género y los correspondientes partes de lesiones, si los hubiere, decenas de miles de hombres eran condenados a penas de cárcel, destierro, pérdida de vivienda, enseres personales, y obligado a seguir pagando de por vida la hipoteca de la casa y la parte correspondiente a la manutención y educación de los hijos.
Al comienzo de su funcionamiento, estos tribunales inquisitoriales, con funciones civiles y penales, se limitaban a tratar a los hombres detenidos como si fueran perros rabiosos, como fieras salvajes, a los que había que anestesiar, triturar y expulsar de la sociedad. Sacados cinco minutos antes del juicio oral de los calabozos, tras pasar una noche en vela sin poder ducharse ni afeitarse, sin quitarles siquiera las esposas ni ser escuchados, se les incitaba a firmar una «sentencia de conformidad», lo que presuponía declarase culpable aunque fuera inocente. Para ello, el fiscal y a veces hasta su abogado de oficio, le ponían ante las narices el caramelo envenenado de una rebaja de condena (que nunca se cumplía pero que constaba en su expediente a efectos penales), a cambio de admitir que era un agresor y echar por la borda toda su vida anterior y empezar desde cero, como si acabara de salir del útero materno.
Pasada esta primera etapa y una vez que la mayoría de los hombres, advertidos de sus derechos, empezaron a no dejarse arrastrar como mansos corderos al matadero por la maquinaria judicial sectaria, las cosas empezaron a cambiar, aunque muy poco. En lugar de firmar «sentencias de conformidad» para librarse de la humillación y del atentado contra su dignidad que suponía verse esposado en unos minutos delante de sus hijos y sus vecinos, empezaron a no admitir la culpabilidad y a recurrir las sentencias ante los tribunales superiores de toda España.
Con ello, la estrategia del feminismo se vino abajo. Y fue entonces cuando quedó patente el cúmulo de arbitrariedades e injusticias a la que la mayoría de los hombres eran sometidos. Los tribunales penales habilitados como órganos de segunda instancia, tras escuchar a las dos partes y analizar las pruebas, empezaron a anular masivamente las sentencias de los tribunales de Violencia. Y eso en el caso de que llegara a celebrarse el plenario. Porque ante la posibilidad de destruir para siempre a su marido o ex marido, muchas mujeres, especialmente las sudamericanas, empezaron a negarse a declarar por sistema, convirtiendo en inútil la Ley de Violencia, al tener que suspenderse el juicio oral.
De ahí la insólita propuesta del PP de preconstituir pruebas para obligar por las bravas a las mujeres a vulnerar sus principios, los dictados de su conciencia, a mentir descaradamente si hiciera falta, y a declarar ─ sí o sí ─ en contra de sus ex maridos. De ahí la maniquea reforma que plantea ahora el Grupo Parlamentario Popular, obsesionado en someter a las mujeres a la dictadura, a la intolerancia y a la opresión del feminismo militante ─el peor de los absolutismos posibles─, del que son prisioneros ellos mismos; de ese feminismo que busca la destrucción del varón, el cambio de roles en la sociedad y la igualdad de la mujer encarcelando o quitando de en medio a sus maridos.
TRAS ESTA MEDIDA ARBITRARIA QUE SOLO SE EMPLEA EN CASOS EXCEPCIONALES, AL GOBIERNO Y AL PARLAMENTO YA SOLO LE QUEDA IMPLANTAR DE NUEVO LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN QUE MUCHAS FEMINISTAS ACEPTARIAN DE BUEN GRADO
Lo que le falta al partido de la calle Génova en estos momentos, para acabar de redondear el asunto, es pedir la creación de campos de concentración para hombres y encerrarlos a todos. Porque si en cinco años, después de haber detenido a un millón de hombres, de haber provocado la destrucción de 500.000 familias y dictado 150.000 órdenes de alejamiento; si tras ese cúmulo de horrores y escarnios la Ley de Violencia de Género no funciona y las mujeres siguen muriendo por celos, por infidelidades, por rencillas, por enfermedades mentales y otros motivos que no se contemplan en la Ley (y los hombres también, aunque menos, a manos de sus mujeres); si la propuesta reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal tampoco va a conseguir nada; las pulseras de seguimiento electrónico, que las neutraliza un niño son inútiles, solo queda un medio punitivo: la vuelta a los campos de internamiento masivo y, si son de exterminio, mejor.
Los métodos tradicionales de resolver los conflictos familiares que tan buenos resultados daban, la intervención del mediador social, las terapias de grupo dirigidas por psicólogos y psiquiatras, la ayuda de parientes y amigos, y la educación en valores para la convivencia desde la infancia, apenas parecen importarles a nuestros políticos, empeñados en echar más leña al fuego sin tener en cuenta el viejo proverbio: la violencia genera violencia.
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