En el punto tercero de la «Declaración de Principios» del Estado de Virginia, redactada en 1776, el que fuera tercer presidente de los Estados Unidos dice:
« Que el gobierno es, o debiera ser, instituido para el bien común, la protección y seguridad del pueblo, nación o comunidad; de todos los modos y formas de gobierno, el mejor es el capaz de producir el máximo grado de felicidad y seguridad, y es el más eficazmente protegido contra el peligro de la mala administración; y que cuando cualquier gobierno sea considerado inadecuado, o contrario a estos propósitos, una mayoría de la comunidad tiene el derecho indudable, inalienable e irrevocable de reformarlo, alterarlo o abolirlo, de la manera que más satisfaga el bien común».
Inspirado en el pensamiento de los que serían los padres de la Revolución Francesa, según el modelo de «democracia jeffersoniana» «el pueblo es el gobierno» y ostenta en exclusiva el derecho inalienable e irrevocable a abolirlo. No es necesario leer nada más que las primeras palabras de la Constitución de Estados Unidos de 1787 ─«We the People of the United States…»─ para ver reflejado su pensamiento en ella, así como el de James Madison, George Mason, todos ellos a su vez influidos por el filósofo británico John Locke, el padre del empirismo y del liberalismo moderno y defensor de la Bill of Rights (Carta de Derechos) que conforman los diez primeros artículos de la Carta Magna estadounidense.
Frente a los gobiernos absolutistas, de Luis XIV, Luis XV y Luis XVI; de Maximiliano I, del Zar Nicolás I, de Enrique XIII o de Fernando VII en España; frente a los poderes omnímodos de la aristocracia decadente, con la carta de derechos de Estado de Virginia, la Declaración de Independencia de los Estados Unidos o su Constitución nacía una sociedad nueva: la del pueblo soberano (We, the People) representado en la burguesía y en las clases medias, aún vigente.
Fue aquella la gran revolución de finales del siglo XVIII. Tras recorrer todas las naciones civilizadas, tuvo un reflejó efímero en las Constitución de 1912, la Pepa donde el término «pueblo» se sustituye por el de «nación». (La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. -La Nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.- La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales.- La Nación está obligada a conservar y proteger por leyes sabias y justas la libertad civil, la propiedad y los demás derechos legítimos de todos los individuos que la componen).
Todavía, la Constitución de 1978, sigue recogiendo los principios liberales cuando afirmar que «la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan todos los poderes del estado», y más recientemente un amigo mío John Asler Chief Executive Officier de Accion x Justice me sorprendía gratamente cuando en una carta en la que hablaba de los problemas actuales de la sociedad se remontaba al pasado y me decía «our people is “our government”» (la gente, la sociedad civil es nuestro gobierno».
Porque, lo único cierto por ahora es que la «democracia jeffersioniana», el espíritu de «James Mason», el redactor de la constitución americana, ha sido sustituida en todas partes por la dictadura de los partidos los cuales, desobedeciendo el mandato del pueblo, se han erigido en árbitros, en los amos, en los monopolizadores de la voluntad popular, de esa voluntad inalienable e intransferible, de la que hablan Washington, Madison, Adams o Jefferson en sus escritos.
EL DERECHO INALIENABLE E INSTRANFERIBLE DE LOS CIUDADANOS A PODER ECHAR A SUS POLITICOS CUANDO SEAN UNA CALAMIDAD HA SIDO USURPADO POR LOS PARTIDOS
Los políticos de uno y otro signo no sólo han despojado y usurpado de esa potestad al pueblo sino que la han llevado a las constituciones de sus respectivos países apropiándose de un derecho que nadie les ha concedido ni mucho menos les pertenece.
Basta leer en la constitución española de 1978, el apartado relativo a la remoción del Gobierno, para darse cuenta de ello. El presidente del Gobierno es elegido por la Cámara, tras someterse a una moción de confianza, y sólo puede ser destituido por los partidos políticos que integran esa misma Cámara mediante una moción de censura constructiva, presentada por al menos el diez por ciento de los diputados. Estos a su vez deben elegir a un candidato a la presidencia del Gobierno entre ellos, el cual habrá de exponer un programa de Gobierno que debe ser votado en un plazo de cinco días afirmativamente por la mayoría absoluta de las Cortes. Una vez presentada una moción de censura, si esta fracasa, la Carta Magna, impide que vuelva a presentarse dentro de la legislatura, pese a que la situación aconseje lo contrario. (Artículos 11 y 114 de la Constitución).
De otra parte, la misma Ley de Leyes faculta al Presidente del Gobierno a disolver las cámaras y a convocar elecciones cuando más le interese, dentro del plazo de 4 años establecido, y a renovar su mandato, mediante consulta a las urnas cuantas veces quiera. De ahí que cualquier iniciativa como las muchas que están surgiendo en Internet encaminadas a forzar a Zapatero a marcharse está encaminada al fracaso. Sólo un presidente de Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, convocó elecciones para perderlas.
De otra parte, la misma Ley de Leyes faculta al Presidente del Gobierno a disolver las cámaras y a convocar elecciones cuando más le interese, dentro del plazo de 4 años establecido, y a renovar su mandato, mediante consulta a las urnas cuantas veces quiera. De ahí que cualquier iniciativa como las muchas que están surgiendo en Internet encaminadas a forzar a Zapatero a marcharse está encaminada al fracaso. Sólo un presidente de Gobierno, Leopoldo Calvo Sotelo, convocó elecciones para perderlas.
Esas son las miserias y desventuras de una democracia que no es plena y que permite a los tontos y a los inútiles alcanzar el poder, de la misma manera que Adolfo Hitler y Benito Mussolini lo alcanzaron por medio de las urnas o la Marcha sobre Roma, que acabó con el régimen parlamentario.
De acuerdo con lo dicho, echar a José Luis Rodríguez Zapatero, por muy escasa credibilidad que tenga, por muchas neuronas que tenga averiadas, es un ejercicio inútil y un desgaste innecesario, por mucha gente bien intencionada que exista y aunque el deseo de concederle una jubilación anticipada sea cada vez un clamor atronador.
LA GRAN ASIGNATURA PENDIENTE DE LOS SISTEMAS OCCIDENTALES ESTÁ EN RECUPERAR LA «DEMOCRACIA JEFFERSONIANA» Y MANDAR A ZAPATERO CON VIENTO FRESCO
A finales del siglo XIX y comienzos del XX había otras dos formas de acabar con un presidente aciago: aplicando el «derecho a acabar con el tirano», heredado de la Edad Media, o ejerciendo ese otro derecho alienable a mandar a la tumba a quien se suponía no representaba los intereses colectivos de la nación, aunque fueran elegidos democráticamente. Juan Prim, Antonio Canovas del Castillo, José Canalejas, Eduardo Dato, y otros muchos que se quedaron en tentativa, hasta llegar a Luis Carrero Blanco, integran la lista de mandatarios españoles asesinados, casi tan larga como la de Estados Unidos.
Afortunadamente aquellos tiempos han pasado, pero las sociedades occidentales tienen una asignatura pendiente: buscar la fórmula adecuada para que ese derecho privativo, intransferible y consustancial al ciudadano de poder mandar a casa a los malos gobernantes pueda ser ejercido sin tener que esperar a cada cuatro años y que su decisión sea forzosa e inapelable.
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